sábado, 3 de diciembre de 2016

El Papel

         Se decía así: El Papel, como si ese fuera el nombre de la cabecera del periódico. Se decía con prestancia y congruencia y verosimilitud. ¿Ha llegado el Papel?, decían los abuelos o los tíos cuando estábamos en Castrodeza, y eso significaba si el cartero ─o sea, Luisito─ había repartido ya la correspondencia. El coche de línea dejaba la saca del correo sobre las tres menos veinte, y Luisito repartía entre las tres y las cuatro, justo en la sobremesa. Después de comer, ni un sobre leer, nos repetían el refrán, pero lo suyo era echar un primer vistazo al Papel antes de la siesta, allí, sobre la mesa de la cocina, en el escaño, frente a la lumbre, con los gatos estirándose de manera imposible de toda imposibilidad y los perros soportando nuestras travesuras.
              El Papel no era sólo el diario decano de la prensa nacional, con sus noticias, sus artículos y sus gatos (curiosamente, los huecos que quedaban libres entre columnas se rellenaban con fotografías de gatos), y las innumerables páginas de anuncios por palabras donde se compraba, se vendía, se alquilaba o se pedía una oración al Espíritu Santo. (La señora Marcela, que era vecina de los abuelos, leía todos esos anuncios sin perdonar uno. Era la persona mejor informada de Castrodeza. Vivió noventa y muchos años, con la mente despierta y agilísima con aquella gimnasia leetriz de la letra minúscula…) Pero además, el Papel era el papel, es decir, que luego se usaba para encender la lumbre o la gloria, para envolver un bocadillo, para limpiar las sartenes o, recortado en trozos de tamaño cuartilla, para clavarlo en una punta de una viga en la cuadra, como papel higiénico…
          Aunque para este menester se prefería el papel blanco de las revistas religiosas, con perdón: El Promotor de la Fe, El Mensajero, Hosanna!, qué sé yo, y esto no era visto como transgresión, sino con naturalidad. Incluso los animales, los machos revolviéndose en sus pesebres, echaban el belfo hacia esa viga para comer algo de papel, para leer unas piezas que ronchaban con deleite, entre granos de cebada y avena, hebras de alfalfa y la paja rubia de las trillas del verano.
            El propio Luisito, que los sábados iba a afeitar al abuelo Bernandino, como he contado en alguno de mis libros, iba limpiando la hoja de la navaja barbera con trozos de esos mismos periódicos que él había repartido, y el jabón blanco y las púas de rosal que le brotaban a Barba azul en las mejillas, se iban mezclados con palabras al cubo de la basura.
              Esas palabras que un día escribiría yo.


Eduardo Fraile

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