Se decía así: El Papel, como si ese fuera el nombre de la cabecera del periódico.
Se decía con prestancia y congruencia y verosimilitud. ¿Ha llegado el Papel?, decían los abuelos o los tíos cuando
estábamos en Castrodeza, y eso significaba si el cartero ─o sea, Luisito─ había
repartido ya la correspondencia. El coche de línea dejaba la saca del correo
sobre las tres menos veinte, y Luisito repartía entre las tres y las cuatro,
justo en la sobremesa. Después de comer,
ni un sobre leer, nos repetían el refrán, pero lo suyo era echar un primer
vistazo al Papel antes de la siesta, allí, sobre la mesa de la cocina, en el
escaño, frente a la lumbre, con los gatos estirándose de manera imposible de
toda imposibilidad y los perros soportando nuestras travesuras.
El Papel no era sólo el diario
decano de la prensa nacional, con sus noticias, sus artículos y sus gatos
(curiosamente, los huecos que quedaban libres entre columnas se rellenaban con
fotografías de gatos), y las innumerables páginas de anuncios por palabras
donde se compraba, se vendía, se alquilaba o se pedía una oración al Espíritu
Santo. (La señora Marcela, que era vecina de los abuelos, leía todos esos
anuncios sin perdonar uno. Era la persona mejor informada de Castrodeza. Vivió
noventa y muchos años, con la mente despierta y agilísima con aquella gimnasia
leetriz de la letra minúscula…) Pero además, el Papel era el papel, es decir,
que luego se usaba para encender la lumbre o la gloria, para envolver un
bocadillo, para limpiar las sartenes o, recortado en trozos de tamaño
cuartilla, para clavarlo en una punta de una viga en la cuadra, como papel
higiénico…
Aunque para este menester se
prefería el papel blanco de las revistas religiosas, con perdón: El Promotor de la Fe, El Mensajero, Hosanna!,
qué sé yo, y esto no era visto como transgresión, sino con naturalidad. Incluso
los animales, los machos revolviéndose en sus pesebres, echaban el belfo hacia
esa viga para comer algo de papel, para leer unas piezas que ronchaban con
deleite, entre granos de cebada y avena, hebras de alfalfa y la paja rubia de
las trillas del verano.
El propio Luisito, que los sábados
iba a afeitar al abuelo Bernandino, como he contado en alguno de mis libros,
iba limpiando la hoja de la navaja barbera con trozos de esos mismos periódicos
que él había repartido, y el jabón blanco y las púas de rosal que le brotaban a
Barba azul en las mejillas, se iban
mezclados con palabras al cubo de la basura.
Esas palabras que un día escribiría
yo.
Eduardo Fraile
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