sábado, 30 de enero de 2016

Antologías

            He dicho siempre que no a las antologías, aunque no lo he debido decir con suficiente convicción, pues participo (o me han hecho participar) en una docena larga de ellas. A las antologías colectivas, me refiero, no a las de la propia obra de un autor. En este caso les veo más sentido. Es muy interesante fijarse en qué le ha llamado la atención al antologista (si es otro) o por qué elige ─o salva─ su creador, en el caso de las autoantologías, tales textos y no otros, que en definitiva es el mejor retrato que puede hacer (y darnos) de sí mismo. Y cómo ese retrato, ese autorretrato, cambia con el tiempo (véase, por ejemplo, Juan Ramón Jiménez).
            Las otras antologías, y más si se pretenden canónicas, o generacionales, o simplemente panorámicas de un tiempo o un país, una lengua, o temáticas también: de poemas de amor, pongamos el caso… No sé. Están muy bien para comprarlas en el Rastro siglos después (o aunque sólo sean décadas) y para darnos cuenta ─sic transit gloria mundi─ de cómo el olvido cumple su maravillosa misión de agujero negro donde van a sumirse el oropel de los astros pequeños y la pedantería de los egos inconmensurables.
            Hoy he comprado en uno de los puestos dominicales de la Fuente Dorada (Valladolid) una curiosa antología de 1908: «La musa nueva. Selectas composiciones poéticas coleccionadas por Eduardo de Ory, con un prólogo y notas del mismo. Zaragoza, Librería de Cecilio Gasca, Coso, 33». Del antologista no podría decir otra cosa que no fuera emparentarle con Carlos Edmundo de Ory. De los antologados, 94, si no he contado mal, y que supuestamente formaban la juventud de la poesía española en el despuntar del siglo XX, sólo tres nombres son identificables para mí, que soy un profesional, 108 años después.
            Me ha pasado esto mismo con otras antologías por el estilo, famosas y concienzudas muchas de ellas, como la de González Ruano, que alcanza precios exorbitantes en los portales de Internet. Quizá en el improbable futuro (si es que el mundo consigue sobrevivir a nuestra estupidez) alguien abra, como acabo de hacer esta mañana, alguna de esas antologías donde comparto fila en la página del índice. Y quizá, como me ha sucedido a mí, su mirada resbale por unos nombres que no le dicen nada, borrados de la memoria literaria por esa goma de borrar de nata que olía tan bien en nuestra infancia… Y ojalá sea mujer y sea hermosa, y tan joven como sea posible para reconocer el mío… Y se la compre.


Eduardo Fraile

sábado, 23 de enero de 2016

La panadería del señor Pepe

La panadería del señor Pepe duró en el siglo
XX y entró tímidamente por la puerta
del XXI, como cuando íbamos nosotros con las huchas
llenas, agitándolas como si fueran sonajeros
a que nos cambiase aquellos montoncitos de zinc
(las perras gordas y las perras chicas) y de cuproníqueles
(las de dos reales con agujero). De hecho sigue ahí
aún, con las letras repintadas sobre la pared blanca
de la fachada. No sé si se despacha todavía,
si quienes la regentan son los descendientes de aquel hombre
que nos daba regaliz y grageas de colores.
Los últimos años, cuando me acerco por el barrio
de Bilbao, suele ser por la tarde. Llego a García Noblejas
en el Metro, y me doy un paseo hasta San Telesforo
10, y me siento en el jardín que hay frente a la casa
donde nací. Donde corté mi primera rosa.
Donde aparcaba el camión de las Vespas
los fines de semana. Y luego vuelvo corriendo a Chamartín,
a coger el AVE de regreso
a Valladolid, al Futuro
(desde la infancia) o quizás, o mejor dicho, al Presente
eterno de la niñez, que se aleja por las ventanillas.


Eduardo Fraile

sábado, 16 de enero de 2016

El hombre puso nombre a los animales

Seguro que todos, al oír esta frase, no pensamos en el libro del Génesis, y sí ponemos enseguida música de Bob Dylan a su literalidad. Así que el primer oficio del mundo debió, pues, de ser éste: poner nombre a los seres que animaban el Paraíso. Nombrar, capturar en una palabra el alma (el ánima) de aquellos seres vivos que iban recibiendo su denominación de origen como una condecoración.
Gerardo Vacas no viene a poner nombre en su Bestiario (Ediciones Tansonville) a las delicadas criaturas que comparten con nosotros el don extraño e incomprensible de la vida. Más bien se complace, o directamente juega con ellas, a crear insólitas y novísimas especies que van surgiendo sólo con mantener un poco la atención (o la mirada).
La atención infinita es una de las formas del amor, y ya se sabe que del Amor nacen criaturas sorprendentes. Las que este libro da a luz (es decir, ilumina) parecería que ya estaban ahí, pero siempre es el Artista quien con su lámpara en la mano –como Diógenes, que buscaba simplemente al hombre– viene a mostrárnoslas.
Y él, este hombre que ya lleva un animal en su apellido, nos trae aquí, genialmente bautizada, una hermosa colección de fenómenos, ángeles, maravillas.

Eduardo Fraile

sábado, 9 de enero de 2016

«62»

            Todas las Navidades desde entonces tenían un poco el sabor del libro de Cortázar, ese libro magnífico que había surgido al amor de la lumbre de un capítulo de Rayuela, de su rescoldo, mejor dicho, y que además ahondaba su misterio, penetrando en regiones apenas apuntadas por el texto fundacional, y ya se convirtió, quizá esas Navidades en que sin saber cómo llegara a nuestras manos una primera edición, en un rito privado leer 62/ Modelo para armar esos días que tan difícil es encontrar un café abierto en España, donde se celebran la Nochebuena y la Nochevieja hasta el amanecer.
               El caso es que a las ediciones de Rayuela (46) se han ido acumulando en el estante de Cortázar las de 62 (21). Españolas y francesas la mayoría, y esas otras que he ido encontrando por ahí en mis viajes exóticos. Siempre me toca el ala de su misterio profundo, ya digo. Quizá el primer sorprendido debió ser el autor, que iba tanteando esas regiones confusas por donde se puede caer en otra realidad (no sólo puede verse en Rayuela, sino en la mayoría de sus relatos), y en un momento dado está ya ahí, caminando por la Ciudad, ese territorio plenamente surreal y escalofriante donde acceden los personajes por esas grietas inesperadas del continuo espacio/tiempo de la narración. Porque el autor decide ser el protagonista (y porque el lector decide serlo también, con lo que acaba siendo de algún modo el autor).
              Todas las veces que he leído este libro su magia se ha trasladado de forma natural a mi vida. La primera vez tenía 20 años, y el final, en que los personajes va abandonando paulatinamente el tren que les devuelve a París tras la inauguración de una estatua en Arcueil, coincidió conmigo en uno de aquellos coches de 2ª con asientos de escay que paraba en todas las estaciones, en un regreso a Valladolid. Iba cayendo la tarde, y casi ya me costaba leer aquellas páginas imposibles de la edición de Bruguera, y también yo me iba quedando solo en el vagón, en el silencio, y lo que sucedía en la realidad y en la ficción eran el mismo texto calcado, el mismo magma deslizándose, y el espanto creciente de no saber muy bien quién era, el mismo hueco que se abría voraz en el crepúsculo, la misma rendición, el mismo escalofrío…

Eduardo Fraile

sábado, 2 de enero de 2016

Oscuridad

José Manuel Catón, in memoriam
Una amiga francesa le llamaba Oscuridad
(porque ella se llamaba Claridad: Marie-Clarté Mougeot,
de París, de Versalles, de la luz del Rey Sol, de la piedra
dorada de los palacios del razonamiento), fascinada
por su inteligencia de puñal y el combate continuo con la muerte
y la vida del lenguaje. La greguería, la metáfora, la jitanjáfora casi,
de tan incomprensibles que le resultaban a mi amiga sus juegos de palabras,
que tanto me costaba traducir
a mí. Así que cuando su sonrisa cartesiana había comprendido el primer calembour
íbamos ya por la cuarta cerveza. Qué hacer.
Luego, tras aquel verano mágico, cuando me escribía
cartas en papel de seda con olor a violetas
me preguntaba por José Manuel Obscurité
y su risa fresquísima sonaba al otro lado de las líneas (enemigas)
de palabras azules. Y me sigue preguntando todavía,
y yo le digo que está bien, que trabaja en la distribuidora de su primo
Chuchi, con los libros y eso, entre pasillos verticales como acantilados
por los que se desliza como un cisne
negro con la gracilidad y la serenidad y la dulzura de los muertos.
Bueno, esto no se lo digo,
quizá por no decírmelo a mí mismo,
porque alguno de esos libros que transporta entre las estanterías
de la eternidad (la eternidad es una biblioteca
y Borges el bibliotecario) lo he escrito posiblemente yo.

Eduardo Fraile