sábado, 26 de marzo de 2016

Hidalgo

Qué sería de Hidalgo, muchas veces
me sorprendo preguntándome, y la cosa es que apenas
le recuerdo, ni siquiera su rostro, un rasgo mínimo,
nada que nos concierna a los dos, el timbre,
el tono que adquirían sus palabras
en el aire de nuestra niñez. Jugaba al fútbol
como los ángeles. Era el mejor de todos
sin que cupiera duda, se desplazaba por ese mismo aire
con elegancia sobrenatural, metía goles
de la misma manera con que otros sacábamos matrículas de honor…
Quiero decir que parecía que todo fuera fácil
y sin esfuerzo en su mundo
de verdor fresco y porterías de madera
blanqueadas con la cal con que marcábamos las áreas…
A él le elegían el primero cuando echábamos a pies,
y a mí el último. Quizá eso fue lo único
que nos unió. Él jugaba en el campo
de hierba y tiza, y yo en el encerado verde
recorrido por una interminable oración gramatical.
Años después, esperaba oír su nombre
esbelto en las alineaciones de los equipos de primera…
era lo lógico. Pero no. Faltaba Hidalgo
entre los delanteros del Madrid.
Qué sería de Hidalgo.
Qué sería de Fraile, quizá dijera él alguna vez
para sus adentros, aquel chico tan listo
que sacaba todos sobresalientes y jugaba de defensa
(y se sonreiría sin duda), tan fácil de driblar
(nosotros decíamos regatear) como la luz.


Eduardo Fraile

domingo, 20 de marzo de 2016

La primavera

            La primavera era una cosa que traían las golondrinas en sus alas, o que quizá ya estaba aquí, pero con su regreso ellas le daban carta de naturaleza. Posiblemente los brotes de los rosales y las yemas de los almendros y los manzanos algo quisieran decir desde finales de febrero, esos días ya de más calor, de la tierra esponjándose, olorosa y populosa de lombrices, y no digamos el bordoneo de los moscardones y las abejas en misión de reconocimiento…
            Pero la cosa es que de repente las golondrinas, que no estaban desde primeros de septiembre, recomenzaban sus idas y venidas al río para hacer esas pequeñas pellas arcillosas con que reconstruir los nidos… Porque el invierno, excepcionalmente húmedo, había dado al traste con casi todos, que se habían venido debajo de las vigas de madera de las cuadras, muy carcomidas ya…


Eduardo Fraile

sábado, 19 de marzo de 2016

La ciudad Deportiva

Bajando por San Telesforo, a mano izquierda
según salíamos de nuestra casa, allá al fondo,
un arco de estructura metálica con la inscripción:
CIUDAD DEPORTIVA. Cada vez que vuelvo por allí
lo busco y ya no está. Tras esa puerta de mi memoria
había pistas de baloncesto, de patinaje, de tenis…
entre los árboles y la vegetación, de cemento
Portland desportillado, quizás alguna portería de fútbol
o balonmano, no sé, un parque con columpios
de tubo de hierro, las paralelas, la bola,
los toboganes pulidos por el algodón remendado
de nuestros pantalones cortos. Qué niñez
la mía de Madrid, tras unos arcos como de torre Eiffel
de fragua, de mecano, que marcaban la entrada
a nuestra pista de recreo. El Liceo San Fernando,
mi primer colegio, en los mismos soportales
de casa, no tuvo nunca patio, ni falta que le hacía:
el pequeño jardín
frontero con rosales y motos Vespa, y la Ciudad
Deportiva calle abajo. Para qué más.
Quién más, mejor dicho, más exactamente.
Mi infancia, mi niñez, sus hectáreas de tiza,
sus paralelogramos de pizarra, sus polígonos
demarcados por líneas puras, de colores, sin peso,
o por montones de carteras (dentro cabía la cartilla
El Parvulito y un cuaderno
de rayas, para que no se nos torcieran los renglones).
Hoy todo ese terreno, que no encuentro en los mapas
ni en la planimetría de Madrid, me da cosechas
de espigas de oro, como las que agavillo aquí.

Eduardo Fraile

sábado, 12 de marzo de 2016

La casa nueva

Cuando nos fuimos de Madrid (o, mejor dicho,
cuando no regresamos tras las vacaciones), a la angustia
de la vuelta al colegio se sumó la de la casa
nueva, la de la nueva
ciudad, que era Valladolid (paradójicamente
Valladolid me parecía más grande y más ruidosa que Madrid).
La casa estaba a medio terminar, las escaleras
sin banzos, con las herramientas de los albañiles
tiradas en los descansillos… Los muebles los subieron con poleas
por el balcón. Dormimos la primera noche (la primera
noche que no dormí) con la sensación de estar dentro de la bodega de un barco
en mitad de la tormenta. A la mañana siguiente
mi padre nos llevó a la plaza de San Juan, a los columpios.
Había una fuente en medio, de la que salía un chorrito
de un pitorro, y una caseta verde donde vendían melones
a un lado. Como no había dormido
ni una gota, notaba el cuerpo raro, con una intranquilidad
parecida a cuando mi padre estaba en el hospital
con el oxígeno. Luego las negras y alargadas botellas
ocuparon nuestra casa luminosa de Madrid. Llegué a pensar
que de mí (sólo de mí, de que yo fuera bueno)
dependía su curación definitiva. Iba a la compra con el serillo de mi madre
con tres años. Aprendí a leer
con cuatro, y cuando las cosas parecía que comenzaban a encajar
unas en otras sin violencia, sin sangre,
con dulzura y naturalidad… ¡Zas!:
se produjo la expulsión del Paraíso.


Eduardo Fraile

sábado, 5 de marzo de 2016

Café sin ti

             Marina, te echo de menos.
            Ha bajado muchísimo la calidad del Café (la calidez del Café) desde que ya no vienes. Sé que acabaste los estudios en la Escuela de Arte, y ahora no quiero preguntar por ti. Supongo que no me costaría demasiado saber. Pero prefiero que las cosas sucedan (y aquí ‘suceder’ es un verbo casi milagroso) de manera natural, orbital, sideral… No se pueden forzar las órbitas de los cuerpos celestes, y tú eras uno de ellos, sin que el Universo se resienta. Es decir, sí se puede, pero hemos de hacernos responsables del caos. Cuántas veces no habremos infringido las leyes de la no-intervención. Y cuántos desastres no habremos provocado inconscientemente. Y cuánto dolor (propio y ajeno), cuyo eco aún ha de llegar como esos choques interestelares que se producen a miles de millones de años luz…
            Vengo cada mañana, y mi oración, mi verso, mi comunión con la totalidad es comprobar tu ausencia, y disfrutar de tu recuerdo, y de que las cosas sean como tienen que ser. Y mientras tomo mi café un maravilloso sentimiento de gratitud me invade… y de alguna manera que no sabría explicar me disuelvo en tu belleza de una forma más completa que la que podría producirse, digamos, según las leyes de la mecánica cuántica del amor, del deseo, de lo que sabemos, de lo que ignoramos aún…
            Y entonces es cuando se abre la puerta de mi corazón, y apareces.


Eduardo Fraile