sábado, 29 de octubre de 2016

La lentitud

            De una de mis incursiones al desván he bajado con una vieja cartera de mano de mi padre, casi una especie de maleta que él usaba en la época en que nos embarcó un poco a todos en las plantaciones de almendros en las laderas, en los perdidos, esos cachos de tierra incultivable que mis tíos le cedieron con no poco alivio y generosidad. Allí llevaba sus cuadrículas, sus agrimensiones, sus tresbolillos, los planos, los polígonos, su afán, trozos de cuerda, una azadilla, piquetas, qué sé yo…
            En esos eriales despuntan hoy algunos árboles que han sobrevivido a todo, y son su legado a la humanidad. Quizá lo hiciera para compensar esos otros árboles que iban a morir para dar papel a mis escritos… Ni la humanidad ni yo (si es que formara parte de ella) merecemos su regalo. Ni siquiera tendríamos derecho a decir gracias por ese gesto magnífico y desesperado. Amén.
            He retratado a mi padre en alguno de mis libros: en Madrid, comprando un diccionario en las casetas que hoy están en la cuesta de Moyano, 8 años antes de que yo naciera; haciendo jabón en el corral, los veranos de Castrodeza; a través de una fotografía de Jaca, donde hizo la mili (le condecoraron con la Cruz del Mérito Militar con distintivo blanco, nunca he sabido por qué), y sobre todo, y es la imagen que quiero traer hoy aquí, recortando los artículos de Francisco Javier Martín Abril con unas grandes tijeras como de sastre o esquilador…
            Coleccionaba sus "Galerías", que iban en la página 3 del Norte de Castilla, y precisamente uno de aquellos rectángulos de pulpa de papel, amarillecido hasta el límite de la ilegibilidad, aparece al abrir la cremallera de esa cartera o maletilla de plástico semirrígido: entre algunos cartones/maqueta de sus plantaciones, "La lentitud", una iguada de prosa de un autor hoy olvidado que hablaba desde su irreductible individualidad. Y lo leo como si fuese una comunicación del más allá, con una lupa debido al deterioro del papel/prensa, degustando un estilo personal y confidencial tan cercano a mí ahora como alejado estuvo entonces, y las lágrimas mojan la tierra yerma y pulverulenta y sedienta e irredenta, roturada hasta el martirio por los renglones de plomo fundido de la linotipia, y una semilla párvula que estuvo 30, 40 años esperando esas gotas de agua bendita comienza a germinar… y creo.


Eduardo Fraile

sábado, 22 de octubre de 2016

Escriturismos y calamidades

          Había cierta voluptuosidad en la escritura con pluma: ese deslizarse las palabras como en vuelo (como al vuelo), y la estilográfica recuperaba el aletear de sus predecesoras: plumas de ganso, de águila, de cigüeña, plumas de ave de verdad, de ángeles quizá, y ahí cobraba sentido la expresión ‵ escribir como los ángelesʹ… Luego las máquinas de escribir también tenían ese no sé qué que queda balbuciendo de la caricia, del tacto de las teclas: el marfil del piano de la escritura, el cristal luego, la baquelita o el plástico de distintos colores de los años 60. Tocar la máquina de escribir como se toca un instrumento, ir desgranando las notas según el impulso de una partitura interior… Quizá yo he hecho el camino a la inversa: al principio me fascinaban las máquinas, le daba como un sentido de realidad a nuestra loca pasión. Como las costureras cosían con sus máquinas Singer, o Alfa, así los escritores hilvanaban palabras con sus Underwood, sus Smith-Corona, sus Remington, sus Royal. Y precisamente una Royal, luego sabría que como la de Fernando Pessoa, fue mi primer instrumento. La compré por 5000 pesetas a través de los anuncios por palabras del periódico. Y luego tuve muchas más, que iba adquiriendo en el Rastro cada vez más baratas (a partir del siglo XXI, con la informática, cayeron en desuso, y la gente empezó a considerarlas un estorbo, de lo que doy gracias al Dios de los sistemas binarios). Pero según he ido teniendo más máquinas de escribir, más he ido reservando la discreción y el silencio de la escritura manual para esas cosas que uno se dice en soledad a sí mismo.
            Y para que los vecinos no llamen a la policía.

Eduardo Fraile

sábado, 15 de octubre de 2016

No se le cocía el pan...

          Una de esas expresiones maravillosas que leemos en el Quijote, y que pertenecen al acervo popular, como los refranes, las sentencias, esa moneda fraccionaria del idioma, maravedís brillantes por el uso en un momento dado y que luego quizá pierden vigencia, y vigor, y lustre, y dejamos un día de saber qué querían decir con ella nuestros antepasados… una de esas elocuentes frases hechas de la lengua es ésta: no cocérsele el pan a alguien. ¿Pero qué significa?
           ─No se le cocía el pan a Don Quijote, esperando noticias de su amada Dulcinea… Evidentemente, entendemos lo que se quiere transmitir: impaciencia, deseo de que se consuma ese lapso de tiempo que nos separa de algo que anhelamos. El que espera desespera, estar en ascuas, vivo sin vivir en mí, etc., etc.
              Y su vigencia plena habrá llegado posiblemente hasta la mitad larga del siglo XX, y en nuestros pueblos, lugares y aldeas quizá más, mientras durase el horno de leña del panadero, si no lo había también en alguna de las casas particulares. No cocérsele el pan a uno, no acabársenos de cocer el pan… Todavía recuerdo a los últimos panaderos de Castrodeza, el señor Bienvenido y la señora Emiliana. Íbamos los niños a por el pan, y muchas veces nos sentábamos en el escaño a que acabara de cocerse la masa… Nuestra madre nos contaba cómo, de pequeña, ella traía la masa hecha de casa en un carretillo de madera, cubierta con un paño blanco. Panes para toda la semana, o lo que durasen, 20 o 25 panes que ella esperaba a que se terminaran de cocer y luego llevaba crujientes, coruscantes, calentitos, cuesta abajo, hasta la calle del Río.
            La gran nasa de mimbre de la despensa de la abuela Evarista, donde nos escondimos tantas veces (cabíamos de pie), conservaba esa tanda de pan candeal lo que fuera necesario, mejor dicho, lo que fuere menester.


Eduardo Fraile

sábado, 8 de octubre de 2016

El apoderado II

    Joder, qué huevos tienes, cabrón. Qué pasa, que mi dinero no es lo suficientemente atractivo para ti, que me devuelves el cheque por correo en un sobre de hilo desde Oahu, Hawái, con una nota manuscrita, pero no por ti, que no das un palo al agua, sino por mi hija. O sea que ella sí te gusta, ladrón de criaturas indefensas, corruptor de menores (que ya sé que ha cumplido 24 ahí, en esa isla del demonio, pero es inocente como un ángel). Te mataré. Enviaré sicarios a que te corten en folios, esos que no has escrito para mí. Que te conviertan en resma y te impriman en una máquina de tipografía. Y no me creo nada de lo que ella ha escrito detrás de la foto donde posáis los dos, que seguro que la has obligado. Qué puede haber visto en ti, que podrías ser su padre, o sea yo, santo Dios, ya no sé ni lo que digo. Y si al menos esto hubiera servido para sacarte un original, todavía podría perdonarte… en fin, te perdonaría a partir de la 6ª edición. Joder, joder. Me habían prevenido de que eras un peligro, pero jamás hubiera creído que lo eras de verdad, tan educado, tan etéreo, con esa voz… Claro, claro, pero es que no respetas nada, no tienes moral. Si ya lo dice el refrán castellano: Donde tengas la olla no metas la polla. Dios, como te pille te la cerceno con el hocino de vendimiador. 500 folios, quiero 500 folios que sean pan de oro, o eres hombre muerto. Y dile a esa perdida que asoma por detrás de tu hombro que queda desheredada.


Eduardo Fraile

sábado, 1 de octubre de 2016

Carroggio Ediciones

Voy a escribir el poema de Carroggio Ediciones, cuyos libros
y enciclopedias faltan en mi biblioteca. En las Ferias
del libro, en las Ferias de muestras, en las Ferias
de lo que fuese, allí había una caseta de Carroggio Ediciones,
como las de Planeta o Salvat, Plaza & Janés o Círculo de Lectores.
Qué dura ha debido ser la vida del placista,
que así se llamaban aquellos vendedores ambulantes
a comisión, como los cómicos de la legua, como los predicadores
anarquistas, como los chocolateros de Vezdemarbán,
qué sé yo, quiero rendirles homenaje
ahora que ya sé lo difícil que es vender cualquier cosa,
pero muchísimo más si esa cosa consta de un conjunto de páginas impresas.
¡Hurra! Bravo por vosotros, vendedores de biblias
y enciclopedias, y de Historias de España
y del Arte, y de infinitas colecciones de novelas y cuentos
y Quijotes ilustrados por Doré, o los grandes bostezos
del pensamiento universal. Cuántos padres
de hijos como yo se entrampaban a plazos (de ahí lo de ʹplacistasʹ)
para adquirir esas frondosas toneladas de papel…
no para ellos, sino para que nos iluminaran y nos diesen calor
a nosotros, y nos hiciéramos hombres de provecho.
Persigo ahora por librerías de viejo, o en el Rastro,
esos libros que en su día desprecié. Internet
es el ama de Don Quijote, que ha arrojado a la hoguera
del corral toda esa leña santa, todas esas palabras
esculpidas, grabadas sobre papeles de hilo
(o de pulpa, qué más da). Gutenberg ha muerto
y los que perseveramos en el amor del papel
y la tipografía, seremos perseguidos como criminales,
como los romanos que se retiraban a las villas
(villanos) aisladas en los pagos rurales (paganos) a morir en su fe
panteísta. Qué lejos
parece que está todo, pero qué cerca la muerte
de lo que amamos. Y era el domingo final,
el cierre de las Fiestas de San Mateo. Valladolid
1978 o 79. Y fui solo a la clausura de la Feria de Muestras,
donde de niños nos llevaban nuestros padres: el pabellón
del Cola-Cao era nuestro preferido: siempre regalaban una pala
o una pelota, o algo, que nos consolaba del final del verano
y la vuelta a los colegios. Fue mi primer trabajo
remunerado, si lo miramos bien. El hombre de Carroggio
Ediciones, cuyo stand estaba curioseando
me dijo: ─Chico, si vienes luego a ayudarme a desmontar
te ganas 200 pesetas y un bocadillo.
Debió verme muy delgado, con la mirada febril
y una chaqueta vieja del abuelo Bernardino
(con los bolsillos vacíos, ésa era la verdad).
Y fui cuando ya la gente comenzaba a ralear y la tristeza
se apoderaba de todo, del muñeco de Michelín, de los tractores
Deutz, de los vehículos flamantes que servían de asiento a tórridas azafatas,
aburridas y acalambradas por los altos tacones
y la electricidad estática que generaba la fricción de sus culos
sobre la chapa de las carrocerías, y le dije: ─He venido
como quedamos. Y estuve un par de horas acarreando cajas
de libros (esos libros que un día escribiría
yo) hasta la furgoneta ─una DKW─ del placista
de Carroggio Ediciones. Tras el último viaje
(dudé un momento si cumpliría su palabra) me dio los dos billetes
y se comió conmigo un bocadillo de tortilla
en la caseta de una de aquellas marcas de cerveza de entonces:
El águila, Skol, La cruz blanca, qué sé yo,
y al despedirnos me estrechó la mano:
─Adiós, chaval, pero qué flaco estás.
¡A ver si un día te veo en nuestra colección de Premios Nobel!


Eduardo Fraile