sábado, 31 de diciembre de 2016

Cae "La Luna"

          Hace mucho que no voy por allí, donde el mejor de mis yoes sigue escribiendo sus primeros poemas, sus primeros delirios, sus primeros amores… Han pasado los años, y sólo quedaba en la plaza de la Cruz Verde este edificio por tirar. La verdad es que en las fotos de los periódicos sí se le nota cierta decrepitud que no veíamos los vallisoletanos, acostumbrados a esta esquina con fuente y con quiosco, y con un buzón de correos que casi nadie usa ya.
       Mi primer libro, Ningún otoño es amar… se vendía aquí a 150 pesetas. La verdad es que hacía muchas horas en la Luna, que es donde debe estar todo poeta. Besos, cafés, una deliciosa telaraña de relaciones que hoy son recuerdos. Tony, el elegante jefe, con su bigote rubio de marino extranjero, que convirtió la taberna El Segoviano en un espacio donde pude quedarme para siempre.
            ─Hasta mañana, poeta.
       Cómo no iba a haber un poeta en La Luna. Tony venía de Asturias, era aparejador, y llevaba el negocio con esa distinción de los príncipes que descienden a las cocinas de palacio. Y Nines, la luminosa camarera de la que medio Valladolid anduvo secretamente enamorado. Estuve muchos años residiendo en La Luna, ya digo. Luego dejé de ir, no sé por qué. Tony traspasó el negocio a Coral y Arturo, y yo debí entrar en el contrato, me consta, me trataban muy bien, quizá excesivamente bien. Incluso junto con El Minotauro, otro café que abrió poco después, editaron mi segunda publicación: NOPOEMA.
            A veces me llegaban noticias de Tony, que había vuelto a su tierra de verdes esmeralda y de profundos azules. Que había preguntado por mí y eso, que cómo iban mis libros, que fuera a verle al mar, que tenía un barco para acariciar esas olas de verdad que yo hacía sólo con las palabras. Años después, ya en otro siglo, en una caseta de la Feria del Libro, una mujer muy hermosa a quien en un principio no reconocí, me dijo:
               ─Soy Ana, ¿me recuerdas? La novia de Tony, de La Luna…
          Ella también había dejado la ciudad, era profesora, no sé, tampoco había vuelto a verle, pero quizá era eso lo que nos unía en un pasado que ya empezaba a ser futuro, y mientras le dedicaba Teoría de la Luz una lágrima cayó sobre la tinta de la pluma que ellos me regalaron 20, 22 años atrás, cuando todo era eterno porque todo estaba aún por suceder, publicar libros, ser amados sin fin por aquellos ángeles inconsútiles que pasaban por nuestro corazón…
             Cae La Luna. Las excavadoras morderán mañana su cara oculta, con la señal de la bala de Méliés, de Julio Verne, con las marcas invisibles del paso de todos nosotros.


Eduardo Fraile

sábado, 24 de diciembre de 2016

La matanza

            Al principio íbamos sólo en los veranos, nos llevaba Ramón en su taxi negro con raya roja desde Madrid, como he contado en alguna de estas teselas de niñez. No tocábamos Valladolid, pues íbamos por Tordesillas, y por eso en la geografía de nuestras almitas errantes Castrodeza era el pueblo, pero no adscrito a ninguna provincia, o sólo a esa provincia ideal de la infancia que linda con lo poético, con lo fantástico, con la novela de nuestro corazón. Pero ese año fuimos también en Navidad, ese único año, y ahí sí parecía todo de cuento de hadas, con la nieve, los animales entre nubes de vapor en las cuadras, la matanza del cerdo, la era blanca como una pista de patinaje, y las noches en torno de la lumbre de paja, arrebujados en el escaño con los gatos.
            A nosotros, que nos daba tanto miedo cuando nuestra madre mataba un pollo en la cocina, arrodillada en las losas rojas del suelo, y le sujetaba con fuerza mientras la sangre iba cayendo sobre el barreño de barro… a nosotros, niños de ciudad, que no habíamos vivido nunca aquello, iba a resultarnos demasiado traumática la matanza, quizá… Nuestros primos, los niños de campo, ya estaban acostumbrados y encontraban natural que algunos animales se criaran para servirnos de comida. Era el funcionamiento del mundo, sembrar y segar, y moler el trigo en el molino de tío Félix para hacer pan con esa harina en flor…y un poco con esa inexorabilidad, diríamos, los lechoncillos que en el verano jugaban con nosotros ahora habían de convertirse en chorizos sabadeños, en huesos de espinazo para el cocido del resto del año, en entrecuesto, en solomillos y cintas guardadas en manteca, en torreznos, en jamón.
           No nos dejaron ver lo más dramático de la ceremonia, sólo oímos los chillidos como cuchillos, que resonarían durante semanas, durante años quizá, en las noches del futuro. Luego ya  humeaban las sartenes con el picadillo y los chicharrones, olía todo muy bien, desde el rescoldo del chamusco con sarmientos y matojos de tomillo y romero, y los hombres bebían aguardiente de guindas que la abuela conservaba en el frescor de la Sala, y las mujeres — nuestra madre, nuestras tías— llenaban las mesas con platos de chanfaina y piñones y pastas bien nevadas de azúcar. Aquellas pastas tan ricas también se hacían con manteca. Del cerdo se aprovechaba todo, de los ijares a los entresijos, de los pensares hasta los andares. Quedaba mucho invierno por delante y había que sobrevivir hasta la primavera, en que se procedía a encentar los chorizos culares, que en Castrodeza se llamaban chorizos santos, quizá porque era por Pascua de Resurrección cuando se inauguraban…
       Después de aquel almuerzo festivo que duraba hasta el mediodía, con villancicos como el de ʽLos peces en el ríoʼ y ʽHacia Belén va una burraʼ, que nos gustaba mucho, pues en la cuadra estaba la Lucera escuchándonos, se preparaban unos platos con un poco de asadura, un trozo de carne, otro de tocino o así, como primicias que nos mandaban a enviar. A enviar íbamos todos los primos, unos a unas casas, otros a otras, y luego nos repartíamos las propinas que nos daban. Casi todos los destinatarios eran familiares o vecinos, pero también se preparaban otros platos para algunas personas que vivían solas y que quizá pasaban necesidad. A estas nos decían: Felicitadles las fiestas, pero o pidáis el aguinaldo.

Eduardo Fraile

sábado, 17 de diciembre de 2016

Las fuentes

              Solíamos ir a merendar a las fuentes: la Fuente de las Higueras, subiendo por el senderoʼ las Brujas y luego bordeando la ladera del páramo de Torrelobatón. Casi se nos podía divisar desde las eras, allá abajo, junto al río Hontanija, o desde la presa del molino. La Fuente de los Pericos, pasada la fábrica de harina, por el camino viejo de Wamba, y si cruzábamos la carretera, escondida en un recodo, junto a un almendro, la Fuente de Valdila, que luego se canalizó para la acometida del agua corriente ─1970 o así─, y ya en dirección contraria, a poco más de un kilómetro hacia Torre, la Fuente de los Caños, donde hoy está el cementerio nuevo… y desviándonos a la izquierda ya podíamos subir hasta la Fuente de Bercero.
           La Fuenteʼ Bercero era medicinal, al menos eso decían las crónicas, las leyendas, los dichos que iban trasminando de generación en generación. Un caballo que no podía orinar, se fue solo hasta la fuente a beber de aquella agua, y se curó. La fama de la fuente hacía que siempre hubiera alguien allí llenando unas garrafas para llevar, a veces había que hacer cola ante aquel delgado chorretillo de plata pura que curaba las enfermedades del riñón.
               Y por último estaba la Fuente de Aranzano, a la que íbamos en el remolque con los tíos al final de la cosecha. Estaba bastante lejos, y esa merienda de remate del estío se preparaba a conciencia: tortillas de patata del tamaño de ruedas y fiambreras repletas de longanizas y torreznos. La fuente de Aranzano no era una fuente propiamente dicha, sino un pozo con su brocal y su calderillo de zinc. Allí, en medio de las tierras de labor, había un pinar y unos juncales y herbazales que parecían de otras regiones más húmedas. Un oasis bien escondido en la profundidad de la llanura.
              Y aunque tampoco era una fuente, no quiero olvidarme de Valdesamar, un terreno pantanoso que se ahogaba con las lluvias del otoño, donde entre mimbreros y gramíneas se daba un té de florecillas moradas con sabor mentolado.
¿Dónde vas?
Por té a Valdesamar
            Quizá sea ese sabor balsámico y campestre, esa dorada miel que se inclina hacia el verde, el contenido de la taza de porcelana de Sèvres donde se va empapando mi magdalena de Proust.


Eduardo Fraile

sábado, 10 de diciembre de 2016

Evocación

      En 8º de EGB (tendría entonces trece años), en el libro de Historia de las Civilizaciones, estudiábamos que la población mundial alcanzaba los 2.800 millones de habitantes. En el día de hoy (el día de mañana, nos decían, el día de mañana os daréis cuenta…) vencido y desarmado el ejército de mi corazón, oigo en la radio que somos en el mundo 7.200 millones de seres pisando la garganta del planeta. Me resisto a escribir seres humanos. Contra lo que creen las feministas, humano no viene de ‵homoʹ, hombre,  sino de ‵humusʹ, tierra. De modo que somos tierra de la Tierra, así, con redundancia y las manos manchadas de sociedad.
          Es diciembre. Ulula el búho en la noche. No sé, estará cazando, o simplemente me saluda al ver mi ventana encendida, una especie de camaradería que me reconforta. Cuando paso la noche en Castrodeza los animales vienen a verme. Tras la deserción de los veraneantes y los retardatarios que se quedan hasta los Santos, este pequeño pueblo de Castilla cuenta con apenas medio centenar de vecinos. Sucede así con la mayor parte de nuestros pueblos (el ámbito rural, como dicen con pomposidad los políticos): se van quedando vacíos, abandonados, moribundos…
          Y quienes de esas pocas personas conservaban memoria de lo que fue, se van yendo uno tras otro, vencidos y desesperados. Aunque hay tardes que les vuelvo a ver pasando por la carretera. Y curiosamente ellos no me ven a mí (o fingen no verme), sentado en el cantón donde ellos se sentaban… Supongo que mientras se alejan donde quiera que les lleve su quehacer (aunque ya estén fuera del tiempo), pensarán: Mira, ahí está el chico de la Marinieves recordándonos, imaginándonos, escribiéndonos…


Eduardo Fraile

sábado, 3 de diciembre de 2016

El Papel

         Se decía así: El Papel, como si ese fuera el nombre de la cabecera del periódico. Se decía con prestancia y congruencia y verosimilitud. ¿Ha llegado el Papel?, decían los abuelos o los tíos cuando estábamos en Castrodeza, y eso significaba si el cartero ─o sea, Luisito─ había repartido ya la correspondencia. El coche de línea dejaba la saca del correo sobre las tres menos veinte, y Luisito repartía entre las tres y las cuatro, justo en la sobremesa. Después de comer, ni un sobre leer, nos repetían el refrán, pero lo suyo era echar un primer vistazo al Papel antes de la siesta, allí, sobre la mesa de la cocina, en el escaño, frente a la lumbre, con los gatos estirándose de manera imposible de toda imposibilidad y los perros soportando nuestras travesuras.
              El Papel no era sólo el diario decano de la prensa nacional, con sus noticias, sus artículos y sus gatos (curiosamente, los huecos que quedaban libres entre columnas se rellenaban con fotografías de gatos), y las innumerables páginas de anuncios por palabras donde se compraba, se vendía, se alquilaba o se pedía una oración al Espíritu Santo. (La señora Marcela, que era vecina de los abuelos, leía todos esos anuncios sin perdonar uno. Era la persona mejor informada de Castrodeza. Vivió noventa y muchos años, con la mente despierta y agilísima con aquella gimnasia leetriz de la letra minúscula…) Pero además, el Papel era el papel, es decir, que luego se usaba para encender la lumbre o la gloria, para envolver un bocadillo, para limpiar las sartenes o, recortado en trozos de tamaño cuartilla, para clavarlo en una punta de una viga en la cuadra, como papel higiénico…
          Aunque para este menester se prefería el papel blanco de las revistas religiosas, con perdón: El Promotor de la Fe, El Mensajero, Hosanna!, qué sé yo, y esto no era visto como transgresión, sino con naturalidad. Incluso los animales, los machos revolviéndose en sus pesebres, echaban el belfo hacia esa viga para comer algo de papel, para leer unas piezas que ronchaban con deleite, entre granos de cebada y avena, hebras de alfalfa y la paja rubia de las trillas del verano.
            El propio Luisito, que los sábados iba a afeitar al abuelo Bernandino, como he contado en alguno de mis libros, iba limpiando la hoja de la navaja barbera con trozos de esos mismos periódicos que él había repartido, y el jabón blanco y las púas de rosal que le brotaban a Barba azul en las mejillas, se iban mezclados con palabras al cubo de la basura.
              Esas palabras que un día escribiría yo.


Eduardo Fraile