sábado, 7 de enero de 2017

Mi primer libro

           No sé, supongo que tras esas paredes de la calle Vega ─Gráficas Lafalpoo─ duermen en sus hermosos chibaletes los tipos con los que alguno de aquellos cajistas que trabajaron allí compuso mi primer libro. Yo corregí las galeradas temblando de emoción, preocupado por capturar esa errata recóndita que me perseguiría luego siempre, tan es así que ahora, en mis escrupulosas ediciones suelo incluir una adrede. Al menos una errata ha de quedar (y si es creativa y meliorativa, mejor). La perfección sólo es de Dios, y el tiempo nos da la clarividencia ─y la convicción─ de que esa perfección que buscamos no es sino la armonía de muchas pequeñas imperfecciones orbitando en torno a una idea de totalidad.
            Me iba a La Luna, que ahora quieren tirar, muy cerca de allí, en la plaza Cruz Verde, y me pedía un café para corregir aquellos pliegos benditos, roturados por los tipos de acero listos en sus bandejas de madera (las ‵galeras′, de ahí lo de galerada). Se les pasaba un rodillo con un poco de tinta, se extendía un pliego, como una sábana sobre el colchón, y con unos golpes de mazo se sacaba una copia tosca para ser comparada con el original.
           Qué no daría hoy por haber conservado alguna de esas primeras pruebas de Ningún otoño es amar… De hecho, ya mis siguientes libros se compusieron mecánicamente. El offset había ganado la batalla a la imprenta de Gutenberg, y muy pocos talleres imprimían en tipografía, hasta que se fueran jubilando los cajistas, hasta que aquellas viejas máquinas Heidelberg hincasen la rodilla, de la misma manera que ahora las Roland se rinden a las impresoras digitales.
           Eso. Qué bien sabían los cafés corrigiendo las pruebas de tu primer libro de poemas. Oliendo la tinta grasa y acre sobre un papel azul como el de los sobres de entonces, no se podía gastar el papel bueno en pruebas de edición. Quizá los dos espejos de La Luna que me reflejaban, uno de frente y otro de espaldas, conserven la imagen de mis veinte años enfrascado en la ocupación que me parecía la más importante del Universo: no escribir, que eso ya lo hacía durante horas en aquel mismo café, sino transformar esas palabras en algo físico y tangible, en hecho, en acción, en performance, palabra que se llevaba mucho entonces, en femenina carne de papel acariciada, en un libro.


Eduardo Fraile 

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