Hemos escrito muchas cartas (mi
generación, me refiero). Y creo que con toda probabilidad, si nos respetan las
lesiones, como dicen los deportistas, veremos quitar los buzones de los
portales de las casas, por inútiles. Incluso las facturas ─esas cartas de amor
del capitalismo─ están a punto de desaparecer. Las facturas en papel, quiero
decir. Encima de sangrarnos, las compañías eléctricas nos conminan con sarcasmo
a proteger el medio ambiente descargándonos la factura digital. No sé, mi idea
de descargarme algo es con una carretilla, o a hombros, como los sacos de trigo
cuando se trillaba en las eras.
Ya va siendo raro que alguien nos
escriba una carta personal, o una postal, o un christmas navideño. Las chicas de quienes esperaríamos una carta de
amor no sabrían cómo hacer. Ni siquiera creo que sepan qué son los sellos de
correos. Quien no haya escrito una carta de amor no merece, a su vez,
recibirla. Decía Pessoa que todas las cartas de amor son ridículas, pero que
más ridículo aún es quien no ha escrito nunca una carta de amor. Él, sin ir más
lejos, cuando escribía cartas de amor a Ophélia de Queiroz, para ir a echarlas
al buzón tenía que pasar por delante de la casa de su destinataria. Pero
explicar este gesto magnífico sería la prueba del 9 de lo que vengo diciendo.
Mon
ami, ma main tremble avec force quand je t’écris, escribe Odette a Swann,
sacudida por las primeras ondas del cataclismo amoroso que se desencadenará. Y
esas fuerzas devastadoras que arrasarán nuestro corazón y quizá el universo
tenían ese primer sismógrafo en el temblor de nuestra letra manuscrita sobre el
papel. En París, hacia 1900, cuando Proust comienza a erigir su catedral de
palabras, había 5 repartos de correo diarios, dos servicios de telegramas, los bleus, que eran como quizá los hayamos
conocido nosotros, en papel azul y con las palabras pegadas en rectangulitos
blancos, y los pneumatiques, que
circulaban por un sistema de tuberías de aire comprimido. Más el trasiego de
cartas, tarjetas de invitación y de visita entre particulares…
Ya bien entrado el siglo XXI no voy
a enumerar aquí los sistemas de comunicación supuestamente directos de que hoy
disponemos. Y qué decir de su seguridad y de su privacidad. Hasta el mismísimo
y flamante presidente Trump acaba de declarar con clarividencia desde la rubia
azotea de su pensamiento: «Toda comunicación digital puede ser hackeada. Si ustedes quieren enviar algo
a alguien con seguridad, métanlo en un sobre, péguenle un sello y échenlo en un
buzón, a la antigua usanza.»
Eduardo Fraile
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