sábado, 22 de abril de 2017

Las velas

            Pocas veces íbamos a Castrodeza por Semana Santa, pero de las veces que fuimos lo que más me gustó de los Oficios fue la vigilia del Sábado Santo. Se hacía ya cuando había anochecido, y teníamos que llevar cada uno nuestra vela de casa, una vela grande de cera blanca (de cera color cera de pueblo, de marfil curado como los chorizos, que pendían de las vigas del techo, en la cocina).
            Y a esas velas de cera de las abejas del abuelo había que ponerles nuestro nombre, rayándolo con una punta o una lezna, y luego pasando por encima un dedo de pimentón. La ceremonia del cirio pascual no sabría hoy decir muy bien en qué consistía, pero la cosa es que había que dejarlas todas juntas (para que las bendijese el cura, o algo parecido) y por eso luego, al irlas a coger, se armaba allí un respetuoso barullo, cada cual buscando su nombre, su vela, como si la propiedad privada fuera un principio que ni la religión se atrevía a poner en entredicho, con lo hermoso que hubiera sido donar cada uno su vela como ofrenda y luego recibir la que le tocara, mejor o peor (más o menos eran todas parecidas), en el reparto de la gracia divina, o de la iluminación del Espíritu Santo, o lo que fuere. Pero quizá eso era posible confundirlo con el Comunismo.
            Luego esas velas se usaban, a ver, sobre todo durante las tormentas, cuando se iba la luz. Lo digo porque sería maravilloso encontrar en alguna lata de Cola-Cao algún cabo de vela con mi nombre de niño, quizá uno de mis primeros autógrafos fuera de los cuadernos escolares, quizá mi primera dedicatoria, no sobre un libro, no sobre un árbol o sobre una pared, no en la arena de una playa, sino en una libra de cera que yo no había fabricado, pero cuya llama salía de mi corazón.


Eduardo Fraile

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