sábado, 12 de agosto de 2017

El tiempo puro

Había un tiempo áulico, musical, serenísimo,
fresco y como por encima de las contingencias
de la meteorología, de las estaciones, del sol,
esas cosas tan importantes y determinantes en el mundo rural.
Y otro tiempo más cercano, de a pie (o a caballo)
e incluso marcado por el ir y venir del coche de línea
o de los fruteros y vendedores ambulantes. El primero
lo marcaba el carrillón del reloj de pesas de la abuela Evarista,
su melodía límpida que envolvía las paredes de la sala
que no se usaba nunca, sólo en las solemnidades
(velatorios, peticiones de mano, testamentarías) y donde se guardaban también
el chocolate, los huevos y el aguardiente de guindas…
Y la vajilla de porcelana inglesa, y la cubertería de plata
y el juego de café de Limoges o de Sèvres y la cristalería
cuyo entrechocar resonaba a campanas, o como una nota más
del transcurrir de las horas…
Incluso en pleno verano había que ponerse una toquilla
o echarse un chal para acceder a su ámbito
puro y pautado. Sólo la abuela, que llevaba la llave
en el bolsillo de su delantal, entraba allí. Los domingos
cuando daban primeras (las campanas de la iglesia
sonaban también a copas de cristal de Bohemia)
la abuela salía de la Sala con su cartera de piel
bien repleta de duros plateados y pesetas de oro.
Y nos poníamos en fila a la puerta de la calle,
bajo la moneda del sol del mediodía, y ella se sentaba en uno de los cantones
para impartir la propina.


Eduardo Fraile

No hay comentarios:

Publicar un comentario