sábado, 11 de noviembre de 2017

Los que ligaban tanto

         Quiero acordarme hoy de aquellos que ligaban mucho y a los que yo, que hacía horas y horas en el Café La Luna (la primera Luna de Tony, entre el 79 y el 83), observaba con atención y con envidia cochina. Y me iba dando cuenta de que eso de ligar era para ellos una especie de sacerdocio, vamos, como para mí la poesía, y que ponían en ello pasión (vocación), pero sobre todo dedicación. Dedicación exclusiva. El genio es una larga paciencia (Baudelaire, creo).
         Con estupor, con espanto casi, y hasta con rubor que me calentaba las orejas que sostenían el laurel de mis metáforas, les veía cada día con una (cada día con otra) chica distinta, guapas a rabiar, perturbadoras y desestructurantes. ¿De dónde las sacaban? Y meditaba yo mucho sobre el hecho evidente de que seguramente no las merecieran, y que esto no era cuestión de cualidades (ser guapo, o encantador, o tener éxito o dinero…) ¿Qué veían en ellos? ¿Cuál era su secreto?
          Con alguno incluso llegué a hablar tiempo después, cuando yo también quizás era observado por otros que pensarían de mí cosas parecidas. Y durante unos años ligué lo mío, aunque me esté mal el decirlo. Pero yo tuve que tomar una decisión (o es el destino ─o el azar─ el que decide por nosotros).
        Tiene Proust una maravillosa digresión en algún momento de su obra, y que suscribo con mi vida totalmente, relativa a nuestra querida o buscada o elegida o aceptada soledad. Nos hemos dedicado a los libros y todos los días volvemos a casa con libros de la mano (algunos comprados en las librerías, otros que alguien nos ha regalado con su firma), y al abrir el buzón quizá nos espere alguno más, que algún autor novel o alguna editorial nos envían. Si toda esa dedicación la hubiésemos puesto en las mujeres ─y en mi caso he gastado también en ellas, en su compañía o en su ausencia, buena parte de mi tiempo─ todos los días volveríamos a casa con alguna maravillosa criatura de la mano.
          Hoy he vuelto a casa doblemente solo. Con libros, efectivamente. Pero me he cruzado en la calle Mantería (muy cerca de La Luna, ay, que ya cerró el pasado mes de julio y espera resignada su demolición) con uno de aquellos tíos que ligaban tanto. Y tan bien. Estaba igual. Con 35 años más, con el pelo blanco, pero igual, con la misma actitud. Y una milésima de segundo nuestras miradas se han cruzado, reconociéndose. Estoy seguro que él también habrá pensado alguna vez en mí, a lo largo de todos estos años. O quizá no. Quizá tenga alguno de mis libros y recuerde los días ─las noches─ de nuestra juventud. Nunca supe su nombre. No le había vuelto a ver desde el siglo pasado…digamos, quizá, desde que entré en mi celda, en mi estudio, y me puse a hacer aquello que tenía que hacer. ¡Joder, el poeta!, se habrá dicho, asustado de los años que han pasado por mí. No por él, en efecto. Estaba igual… Pero algo faltaba en su retrato milagroso de Dorian Gray: estaba solo.


Eduardo Fraile

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