sábado, 6 de enero de 2018

La Luna

            Era mi café de Valladolid, mi primer café de escritor y de poeta, donde pasaba las horas que entonces eran del color de los sueños, del tacto de los versos, de los besos de las bocas de nuestros primeros amores reales y efectivos con nombres como Helena o Belén o Teresa o Lourdes, demasiado de verdad para seres tan angelicales, porque revestíamos incluso la carnalidad de espiritualidad y de misterio, como elevábamos la realidad (nuestra prosaica cotidianeidad) a las etéreas esferas de la literatura. Rosa, Teresa, Luisa, Nazareth, Anunciación.
                Me solía sentar en un ángulo desde el que contemplaba la puerta de la calle y el incesante pasar de la gente por la plaza de la Cruz Verde, y a la vez me veía a mí mismo en dos espejos enfrentados, uno grande, de molduras doradas, al fondo del café, a mi espalda, y otro más pequeño que tapaba el cuadro del contador de la luz. Así que tenía delante el bullicio interior y exterior, pero a la vez como que me preservaba y me aislaba la burbuja espacio-temporal del juego de miradas de los dos espejos. ¿Quién era ese joven que escribía versos mientras iba dando sorbos a una taza de café?
            ¿Y quién sería en el improbable futuro? Quizá mi primer retrato de escritor era el espejo pequeño de La Luna, según se entraba a la derecha. Luego esos dos espejos desaparecieron cuando Tony, años después, traspasó el negocio a dos hermanos de Burgos, Arturo y Coral, que pusieron sendos cuadros de Ramón Abril en esos huecos, restándole profundidad y misterio a aquel salón que había sido hasta entonces el salón de mi casa.
            Tony había venido de la montuosa Asturias, y parecía un capitán de barco inglés, con su bigote rubio casi ya de otra época, con su curvatura y con sus guías, que no sé si se engominaba o no, alto, de ojos azules y una juventud como en los veintisiete o treinta y pocos, que para nosotros, que rondábamos los veinte, ya era casi la madurez: su experiencia, su cosmopolitismo, el hecho de que hubiera puesto La Luna en lo que fuera El Segoviano, una bodega de las de siempre, con su mostrador de mármol con surtidor para lavar los vasos… Tony tenía una novia morena, Ana, llena de misterio, y camareros y camareras que se sucedían con naturalidad, hasta que Nines se afianzó en los corazones de los habituales (o que se hicieron habituales por ella).
              La belleza de Nines era seria y delicada. De cara redonda y blanca, delgada y elegante de movimientos. Todo lo hacía bien, encontraba intuitivamente la manera más eficaz y maravillosa de ejecutar los miles de tejemanejes de su trabajo. Hablaba bajo y no se daba por enterada de la admiración que iba despertando. Sólo verla actuar ya era un espectáculo. Creo que en el fondo todos reconocíamos en ella la personificación de la magia de aquel café, o directamente la materialización o encarnación del astro que le daba título.
            Si quiero verme ahora allí sentado, con la mirada llena de fuego y de futuro, sólo tengo que pronunciar algunos nombres femeninos, acariciar la textura del papel de hilo de cartas que conservo, perfumadas levemente aún (ya no sabría decir si por el aroma de aquellas que las escribieron o el que les ha añadido el tiempo, que contra lo que se suele creer no huele a humedad o a cerrado, sino a magdalena de Proust) y me contemplo desde varios ángulos a la vez: el retrato que me devuelve el espejo que cubre los registros de la luz, la visión de espaldas que queda en el otro espejo grande, de marco estofado de retablo, y cierta imagen cenital u omnicomprensiva que podría venir desde la barra, donde Nines ejecuta sus exactos movimientos.


Eduardo Fraile

No hay comentarios:

Publicar un comentario