sábado, 17 de febrero de 2018

La buhardilla


          En la buhardilla de enfrente de La Luna, por el costado con José María Lacort, vivían Elena, Rosa y Pepe Rodríguez. Abajo había una tienda de retales muy concurrida por nuestras madres, que siempre encontraban allí algo con lo que hacernos una camisa o un pantalón, mucho mejores que los comprados en las confecciones de la calle Mantería, aunque esto no lo terminaríamos de saber hasta mucho después, siempre tarde ya, siempre sin remedio, pero en eso consiste ser madre: en saber que nuestra ingratitud se tornará (se dará la vuelta, como los abrigos en la postguerra) en piedad infinita, en lágrimas que harán brotar ríos de colores. Algún día os daréis cuenta, nos decían, y ese día habría de llegar, indefectiblemente, cuando ellas no estuvieran ya.
      Pepe Rodríguez bajaba a tomarse sus vinos, dibujaba cosas en cartones reciclados con rotulador y compartía aquel palomar que recordaba a mansardas parisinas con Rosa y Elena, pero cada uno por su lado. Fui conociéndoles poco a poco, como colocando sin querer piezas de un puzle. Rosa hacía encuestas para la empresa Gallup, entonces se empezaban a encargar estudios de mercado para todo, no sólo proyecciones de tipo electoral. Sobre todo cubría campañas para la Sociedad General de Autores, y se pasaba horas y horas rellenando formularios, muchos de ellos allí mismo, con una cerveza y unas aceitunas. Cuántos crucigramas de El País hicimos juntos. Su jovialidad, su energía, sus mejillas siempre como en un día de nieve, su inteligencia desarmante. Cuando me veía solo, se sentaba a mi lado y era siempre un torbellino de frescura que se llevaba mis palabras con el montón de hojas secas del otoño de Verlaine.
            Elena, en cambio, era sobrenatural. No sé lo que el tiempo habrá hecho con su belleza. Seguro que aumentarla aún más, y eso ya era imposible entonces, así que… a saber. Se vestía (se desnudaba) con sencillez monacal, casi diría penitencial, vestidos minimalistas que recordaban a la estameña, al esparto, al yute, no sé, el caso es que así resaltaba aún más la perfección viva de sus formas. Hay como un límite más allá del cual incluso el deseo es superado, aniquilado, y algo dentro de nosotros se pone de rodillas. Y eso era Elena, pero también, y a la vez, era una chica terrenal, que tenía incluso un novio, Íñigo, también él más cercano a los ángeles que a los humanos (o quizá sólo el hecho de posar al lado suyo le transfiguraba).
         Cuando subí alguna vez a la buhardilla de José María Lacort y vi que sólo había un minúsculo retrete y tenían que lavarse en la pila de la cocina, o bañarse en un barreño de zinc… Me imaginaba a Elena como una Venus de Boticelli naciendo de esa concha de hojalata… y era como con sus vestidos talares, aún el universo la señalaba más nítidamente como a su elegida de ese modo.
           Su voz era la puerta a otra dimensión del sonido. Acariciaba. Tenía un registro casi de bajo, envolvente y confidencial. Pero tardaría yo algún tiempo todavía en hablar con ella. Ya sólo eso, ser destinatario de sus palabras, me parecía algo que había que merecer ─y yo no lo merecía─, o si no encontrárselo por casualidad una tarde de primavera, como caído del cielo.

Eduardo Fraile


A quienes seguís mis textos a través de esta ventana: me gustaría recuperar ejemplares de las revistas La Luna de Madrid y El Paseante. Si me podéis complacer, estoy a vuestra disposición en tansonville.ediciones@gmail.com o en el teléfono: 652201377
Gracias mil,
Eduardo Fraile

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