sábado, 3 de febrero de 2018

La Luna de Madrid

         Tony venía del quiosco, de comprar los periódicos, y me lanzó sobre la luna redonda del verde velador La Luna de Madrid.
            ─Toma, poeta, una revista nueva del Foro.
(Decíamos El Foro, es verdad, oigo esto ahora y casi tengo que levantarme a por el Diccionario cheli, de Umbral, o la Lexicografía de la Movida madrileña, de Casani.)
            Era una revista de formato grande, en papel pulpa, así que los ejemplares que han sobrevivido tienen el amarronamiento y el acartonamiento propios de la intemperie, y que entonces no sospechábamos que algún día esas páginas contendrían la historia de nuestro corazón.
            Olía mucho a tinta, o la tinta olía mucho en aquel papel secante, un poco más grueso que el de los periódicos. El diseño era arquitectónico, si se puede llamar así. Tanto la cabecera como la maquetación traslucían mucha mesa de dibujo, pero el resultado era maravilloso. Ya estábamos jugando a las matrioskas: el poeta en La Luna (en sentido real y en sentido figurado), leyendo la revista La Luna, que acaba de salir y se convertiría inmediatamente en la biblia de la modernidad.
          Hasta yo salí en aquellas páginas, mi nombre estuvo allí, en el número 19. José María Parreño se hacía eco de la aparición de mi segundo libro: NOPOEMA, con una serigrafía original de Julio Toquero… Pero esto ya sería en el 85, y de momento estábamos en el 83. Revistas de los 80. El quiosco de la Cruz Verde vendía La Luna, Madriz (con zeta), El Paseante, de la editorial Siruela, que era trimestral, ya toda a color, más de librería que de quiosco, como la revista Poesía, quizá las dos más hermosas y elegantes berlinas de esa época. Pero La Luna poseía esa cosa urgente de la actualidad, y allí venía todo, los libros, los conciertos, los grupos, las exposiciones, la moda, el cine, la vida y la representación y la performance, diríamos hoy, de esa vida y de esa década, volcada en la imagen y en la actuación del yo.
        Aspiro el polvo de oro y la tinta cristalizada ya, desmoronante y sagrada. Esnifo, habría que decir, aunque nuestra única droga era la literatura. Mojo en la taza del pasado este barquillo de retablo, moldura de carroza, magdalena de… Madrid, y florecen de nuevo la magia y la sorpresa, y el milagro y la luz. La misma luz de Velázquez, el aroma de los primeros versos de nuestra juventud.


Eduardo Fraile

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