sábado, 5 de mayo de 2018

Body Painting


            En un tablero sobre dos caballetes tenía Pedro papeles de la editorial. Facturas, contratos, folios en los que yo escribía mientras Imán/Iowa escapaba de la lluvia. Pero íbamos a irnos de una lluvia a otra lluvia, más verde y aromática, balsámica, que yo no conocía aún. Y también había allí rotuladores, reglas y pliegos de Letraset con los que mi amigo el editor diseñaba las portadas de la colección Balneario Escrito. Quién me iba a decir a mí que en el improbable futuro yo haría algún día lo mismo, quizá con otros medios más modernos, y quizá mi pasión por el diseño editorial ─si no la llevaba yo impresa en el ADN, como creo que sí─ debió despertar en esos interludios de mi combate con el ángel dorado.
            Hoy es muy común que las chicas se hagan tatuajes en las más secretas parcelas de su piel. No entonces. Como mucho alguna calcomanía ─nosotros decíamos calcamonía─ que duraba unos días nada más en los brazos, en un hombro quizá, sobre las muñecas, como un reloj de pulsera donde no había reloj. Y le empecé a pintar cosas a Iowa con los rotuladores Carioca de mi infancia sobre su cuerpo sin mácula. Y luego a escribirle palabras, poemas. Un poema-liga, un poema-brazalete, un poema-collar que iba bajando en círculos concéntricos hacia sus senos.
              - Me estás dejando hecha un cromo. Esto no se me va a quitar ni con Gior, que es lo que usan los mecánicos.
               - Tengo una idea. ¡Túmbate!
               - ¿…?
              - No, date la vuelta, quiero experimentar nuevas formas de impresión sobre tu espalda.
            Y entonces empecé a transferir letras de Letraset (o al menos a intentarlo) sobre su delicada piel. Para quienes no hayan conocido estos abecedarios que se vendían en las papelerías (a veces los veo en el Rastro, junto a carpetas de cartón con gomas y cuadernos de dibujo Discóbolo), les diré que el sistema consistía en presionar y rayar con la punta de un bolígrafo sobre la hoja de plástico, hasta que la letra elegida quedaba impresa sobre el papel. Ay, tu espalda de papel, de delicioso pergamino. Al principio no se quedaban prendidas, pero con un poco de práctica logré irte vistiendo con una celosía de mayúsculas y minúsculas Caslon Antique, que era la fuente que había elegido Pedro para los títulos de sus libros. Te hubiese ido mejor la Venus fina cuerpo 10, pero eso era lo que teníamos a mano.
            Y así, vestida de letras y dibujos que te desnudaban más aún, te leí una vez más.

Eduardo Fraile

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